Madrid Ciudad de Luz y Esperanza
La luz cae sobre Madrid de una manera tan asombrosa que hace a una creer en Dios.
Con mi cámara en mano, paseo por la ciudad mientras ella se inclina hacia el atardecer. Imagino los rayos del sol comprimiéndose a través de un punto en el cielo sobre mí, y emergiendo más dorados, más tostados que en cualquier otro lugar del planeta. ¿Será que hay algún capricho providencial de la geografía de Madrid? Debe haber algo muy especial en los 40.4168° Norte 3.7038° Oeste.
Pero entonces recuerdo que, en mi país, la luz también es impresionante, aunque de una manera dramáticamente distinta. En el cielo sobre Irlanda, los rayos tenaces del sol deben abrirse paso a empujones entre el manto de nubes, y cuando emergen no son dorados, sino plateados. Es una luz que no calienta, sino que crispa. No resplandece, sino que ilumina. Es una luz que otorga una claridad devastadora a todo lo que toca. Y es la luz adecuada para Irlanda. Es solo en tonos de plata que sus campos esmeraldas, sus mares de color carbón, puedan reverberar como hacen.
Ay, cómo lo hacen.
La memoria es a menudo un testigo poco fiable. Especialmente en lo visual. Es raro que recordemos exactamente lo que vimos: los detalles se desdibujan, la textura se pierde. Pero creo que, cuando la luz llena las escenas del recuerdo, las visualizamos con mayor nitidez.
Aún recuerdo, con claridad inusual, lo que vi cuando salí del metro y vi Madrid por primera vez, hace quince años. Una avenida amplia y regia, vibrando con tráfico y gente, se extendía frente a mí. Donde la avenida se bifurcaba en dos, se erguía una gigantesca fantasía art-déco, hormigón curvado coronado por una cúpula de bronce, el sol centelleando sobre un ángel dorado posado en su cúspide. Tan brillante y viva era esa primera vista e Madrid que me quedaba parada un buen rato, con la boca abierta, completamente atónita.
Durante muchos años después, aquel Madrid fue mi patio de juegos. Visité cada museo, me embriagué con la arquitectura y viví en apartamentos de los tiempos medievales cuyos balcones daban a calles adoquinadas. Incluso la noche brillaba para mí entonces. Los clubes de techno sucios fueron mi iglesia, encontré comunión en los restaurantes de kebabs abarrotados, y bebí mucho vino barato. Madrid era caótica, yo era joven, y éramos una pareja perfecta. Pensé que duraríamos para siempre.
No fue así. Hace dos años, sucumbí a la peor parte de mi enfermedad de la adicción, y aquel Madrid y yo tuvimos que separarnos, porque ya no me hacía bien seguir con ella. Pero, Dios mío, fue hermoso mientras duró, y siempre recordaré cómo bailaba.
Mi crisis no fue distinta a cualquier otra, no muy diferente a la tuya. Todas las crisis son preludios del cambio. Uno de los cambios más evidentes en mi vida es que ahora, es muy raro que aventuro más allá de las fronteras de mi barrio tranquilo. Qué suerte he tenido, al final. Si no me hubiera ralentizado, quizás nunca habría visto cómo las sombras trenzadas pintan el suelo del parque al atardecer.
Cómo el amanecer dibuja telarañas en las paredes.
Cómo nos reunimos para observar los mejores espectáculos de la naturaleza.
Cómo se ve el mundo desde las sombras.
Es cierto que ahora me muevo en otro Madrid. Ella también es hermosa. También es amable, calmada, generosa. El tipo de chica con la que querrías sentar cabeza.
¿Será eso el motivo por el que hoy día contesto ‘Madrid’ cuándo me preguntan por mi ‘hogar’?
¿Será por aquello que ya no pienso en Irlanda como mi ‘hogar’?
Se ha producido un cambio en mí, como ocurre en todas las que atravesamos una crisis, como ocurre con todas las que migran. Hay tristeza en ello, sí. Pero, como en toda despedida, también hay esperanza, libertad, creación.
Siobhan