Y La Autocompasión. Y Leer Para Procesar. Y El Flujo Creativo.
Son la una de la madrugada y estoy parada debajo del toldo de mi terraza fumando un cigarrillo y escuchando la lluvia. No suelo quedarme despierta hasta tan tarde, ni mucho menos tener tantas ganas de fumar como para abrigarme y salir afuera. Pero acabo de terminar una novela y necesito procesar antes de irme a la cama. La novela en sí estuvo bien, perfectamente bien. Fue el personaje principal, Frances, que me impactó. Frances va a ser uno de esos personajes que llevaré conmigo a partir de este momento. Vi tanto de mí en ella. También sé cómo es ser joven y dañada, atrapada en ciclos repetitivos de destrucción. Sé lo que es huir cuando otros se acercan demasiado. Yo también me he lastimado a mi misma, porque el dolor es menos confuso que el amor.
(Libro: Conversations with Friends – Sally Rooney).
Este cigarrillo sabe bien. No he disfrutado de verdad de un cigarrillo durante varias semanas. La nicotina ha estado haciendo su trabajo, pero los efectos estimulantes me han parecido más débiles. Me he estado sintiendo fragmentada. ¿Será que las pequeñas partículas alcaloides hayan tenido que dividirse y dispersarse en diferentes direcciones, cada una viajando hacia uno de mis fragmentos, y entregando una dosis más débil de nicotina de la que suelo recibir, cuando estoy completa?
De todos modos, sé que hoy me siento más entera. Y no solo por el buen cigarrillo. Mientras tiro la colilla en el cenicero, veo el moratón morado y amarilla en el dorso de mi mano donde hace una semana, me pusieron la vía para una intervención ginecológica. Al verlo, siento una extraordinaria oleada de compasión por mí misma. ‘Han sido unas semanas muy duras para ti’, dice la parte más amable de mí misma a todas las demás. ‘Vas bastante bien considerando todo lo que has pasado’, insiste. Qué tía valiente de cojones eres…’ empieza a decir, pero no llego a escuchar esa parte hasta el final, porque la parte despectiva de mí misma se ha despertado, y vuelve a eclipsar la parte amable.
Estos breves momentos de autocompasión hacen saltar las lágrimas a mis ojos. Son momentos nuevos. Cuando comenzaron a suceder, me asustaron. Pensé mi personalidad estaba empezando a dividirse, porque no podía imaginar otra explicación para escuchar más de un monólogo interno al mismo tiempo.
La parte despectiva: Te ha pasado esta cosa horrible porque eres mala y te lo mereces.
La parte amable: ¡Oye! No le digas esas mierdas a ella. ¿No sabes que es una sobreviviente?
Pero más allá de las múltiples voces, no me parecía que estuviera perdiendo la razón de otra manera perceptible y un día, llegué a la repentina conclusión de que la voz compasiva era mia. Lloré y lloré y lloré. Me sentí tan cuidada, amada. Era como si cien heridas abiertas dentro de mí hubieran estado esperando este bálsamo.
Siempre había desconfiado de las personas que decían sentir compasión por sí mismas. Sinceramente, sospechaba que eran unos fanfarrones. Amarse a uno mismo no era más que palabrería psicológica, mentiras que pronunciaban los bloggers para intentar vender sus libros. Así, cuando empecé a darme cuenta de mis propios pensamientos amables y espontáneos, la parte cínica de mí se achicó un poquito, y empecé a sentir más amabilidad hacia los demás también. Esto me hizo llorar de nuevo, claro. He estado llorando mucho, como puedes ver. Y a pesar de eso, no estaba nada preparada para lo mucho lloraría cuando me di cuenta de lo largo que han sido 39 años para vivir sin este amor propio, y cuánto lo necesitaba antes, cuando simplemente no estaba allí.
Me he ido por las ramas sobre mi despertar compasivo. (Mi Despertar Compasivo – lo apunto en un cuaderno como un título para mi futuro blog de palabrería psicológica). Pero no querría escribir sobre la compasión esta noche. En realidad querría escribir sobre No Escribir.
Hace un mes, volví del primer viaje a mi Irlanda natal en unos cinco años. Han pasado muchas cosas desde la última vez que respiré esos enormes sorbos de aire atlántico: mi madre dejó de beber, el puto Covid cambió el mundo, mi alcoholismo alcanzó su cima, tuve una bebé hermosa, entré en el tratamiento para la adicción, y comencé a procesar los sentimientos muy conflictivos que albergo hacia mis padres. Entonces, como podrás entender, este viaje de regreso a Irlanda fue muy lejano a unas vacaciones. De verdad, he tenido viajes a urgencias que eran más relajantes. Todo lo que puedo decir al respecto por ahora es que cada minuto allí me costó trabajo.
Cuando volví a casa (este viaje consolidó a Madrid como ‘casa’), supe de inmediato que no escribiría nada durante algunas semanas. Este sentimiento (¿premonición?) me cogió de sorpresa, ya que había estado escribiendo de manera regular y con muchas ganas desde que me uní a un colectivo de escritores como parte de mi tratamiento. Sin embargo, y a pesar de la sorpresa, era muy claro. No iba a escribir durante un tiempo. No me entristecí, no entré en pánico por un posible bloqueo creativo, solo escuché a la parte de mí que estaba pidiendo silencio, y le hice caso. ¿Me pregunto si esto es a lo que se refiere la gente iluminada cuando hablan del instinto?
Desde el último día que escribí hasta hoy, ha sido un mes intenso: a ratos tranquilo, a otros doloroso, también extraño, pero sobre todo catártico. Ha sido un mes en el que agregué la palabra quiescente a mi vocabulario, tan desesperada estaba por encontrar una palabra que encapsulara lo que estaba sintiendo.
Una vez que la ola de alivio por estar en casa había rodado sobre mí, debajo de mí, adentro de mí y se fue, me quedé sola conmigo misma. Y la mejor palabra que puedo elegir para describir cómo me sentía era muy, muy pequeña. Diminuta.
Cuando digo ‘pequeña’ no quiero decir que me sentía insignificante o inferior. Era pequeña como lo es una piedra lisa y redonda. En Irlanda, había sobrevivido una semana de zarandeo en aguas turbulentas y todos mis bordes afilados se habían erosionado. Era más pequeña que antes, pero también más ligera, más preciosa. Instintivamente (¡¿me estoy convirtiendo un una persona iluminada?!), sentí que se había producido un cambio, muy adentro de mí, y que lo mejor que podía hacer era no mirarlo directamente por un tiempo, no excavar ni desenterrar, sino quedarme quieta y esperar, y cuidar solo la estrata sedimentaria superior, refugiarme en las horas más calurosas del día y taparme durante el frío de la noche.
En fin, lo que sea que estuviera ocurriendo dentro de mí, sabía que necesitaba silencio. No quería estar con nadie que no formaba parte de mi círculo más íntimo, no tenía ningún interés en la música, cambié el juego bullicioso con mi hija por pintar y hornear cookies, e ignoré mi móvil y mis correos electrónicos. Simplemente puse un pie delante del otro y me sumergí en las aguas profundas de mi alma.
Continuará ……
Siobhan